Extimidades
La relación entre la fotografía y la ciudad se remonta a los tiempos de la primitiva daguerrotipia. En la célebre vista del Boulevard du Temple (Daguerre, 1838) la traza urbana se muestra casi con total desnudez, de no ser por la muy discreta presencia de un limpiabotas y su cliente.
Fue la primera vez que apareció la figura humana en la historia de la fotografía. La ciudad es el primer escenario contra el cual la imagen fotográfica reveló al ser humano. Desde entonces, ha sido imposible, casi un ejercicio contra natura, imaginar a éste sin aquella.
¿Qué tiene que ocurrir, qué disciplina nos hemos de imponer, qué firmezas tienen que decaer, qué excepciones han de convertirse en nuestro estado, para que la imagen fotográfica rompa ese vínculo primitivo entre la figura humana y la ciudad? La cámara vuelve entonces a rozar un misterio aún más antiguo: hecha para revelar realidades, desde el comienzo se reveló, en realidad, como la técnica más dotada para la fantasmagoría.
No se trata de componer la imagen de la ausencia, sino de mostrar lo imposible, lo que late invisible en el vacío. La ciudad confinada es, bien mirada, una ciudad ocupada y saturada como jamás antes lo estuvo. El lenguaje de la ausencia suele abocar a discursos de una plasticidad tan obvia y redundante como el triunfo de un arquitecto. Estas imágenes se comportan, en cambio, como si supieran que hay un límite que la cámara no puede franquear tan fácilmente, más allá del cual se conserva de manera excepcional la vida y la existencia se ocluye temporalmente: son imágenes conscientes de su propia debilidad.
No hay vistas de pájaro. No hay composiciones de forzada espectacularidad. No se “parque-tematiza” el silencio de las calles. No se “disneyfica” el desierto de la trama urbana, ni se celebra ningún fotográfico allanamiento de moradas. La mirada, sencillamente a la altura de los ojos de una figura humana, comienza a arañar presencias. La serie de Jessica Llorente trabaja estratigráficamente sobre la facies de la ciudad, extrayendo capas en que la intimidad aflora a los paños de los edificios. Extimidades. Sedimentos de publicidad de un espacio habituado al secreto, el pudor y la reserva. Fachadas a las que el confinamiento transforma en las nuevas corporalidades de lo urbano, con su gestualidad ritual.
Ni exactamente dentro, ni perfectamente afuera: en la inexactitud de un balcón, en la ilusión de una terraza, en la ambigüedad de una ventana, la vida se asoma a un exterior impregnada de intimidades. Circula por los intersticios en que éstas se revelan a un ojo que no debería estar ahí.
Pero ella es el dato excepcional, indisciplinado y sensible que la calle debe exigir una vez más, y precisamente esta vez. La mirada fotográfica. Esa que invierte la primitiva relación de la ciudad con los cuerpos: como si, por fin, la artista hubiera ocupado, en medio del rigor inmunitario, el lugar que Daguerre reservara al limpiabotas.
Texto: Fernando Bayón